or la población de los países desarrollados y las elites de los países del Tercer Mundo, entonces sí creo que tiene toda la razón aunque –la puntualización es necesaria- aún en los países con mayores recursos una buena parte de los habitantes vive por debajo de los índices de pobreza. Baste un solo ejemplo: en Estados Unidos, el país más rico y poderoso, 50 millones de personas carecen de seguro médico, sin contar los 13 millones de indocumentados que, por supuesto, tampoco lo tienen. Por consiguiente, los problemas ecológicos del planeta se deben sí al “consumo insaciable” pero no de toda la humanidad sino de aquellos que tienen el privilegio de consumir lo que les place.Si el Papa desea mayor información puede preguntarle a la jerarquía católica colombiana (que compite con la venezolana por el podio más alto entre las más reaccionarias de América Latina). Como no puede –o no debe- mentirle, le informará que de acuerdo a datos actualizados de
Por consiguiente, y dicho sea con todo respeto para el Santo Padre, el gran problema del mundo no es el del “consumo insaciable” sino el de billones de seres humanos impedidos de consumir lo necesario.
El siguiente paso lógico sería investigar las causas de esta injusta situación. Eso nos llevaría, por ejemplo, a examinar el arcaico sistema latifundista en América Latina bajo el cual, muy conservadoramente, se estima que el 50 % de la tierra pertenece a sólo el 1 % de los propietarios rurales y donde, por otra parte, grandes extensiones de suelo fértil pertenecen a consorcios extranjeros que las dedican, casi siempre, a cultivos de exportación hacia países desarrollados. Este sistema de tenencia de la tierra genera dependencia, ignorancia y miseria entre grandes masas campesinas. Y el latifundio es sólo uno de los muchos vectores de desigualdad social cuya resultante inevitable es la revolución.
La ocasión es propicia, por tanto, para refrescar algunos conceptos en relación con la violencia que ejercen el Imperio y las oligarquías subordinadas para mantener el statu quo. Además de los tipos de violencia que pueden clasificarse como física, psicológica y biológica, ampliamente ejercitadas en los últimos años en las prisiones de Abu Grahib y Guantánamo, existe otro tipo mucho más terrible y letal, la violencia estructural, llamada también institucional o invisible, aunque descarto este ultimo término ya que sólo es invisible para el que no quiera verla. Por definición, la violencia estructural ocurre cuando las riquezas de un país están injusta y desigualmente distribuidas, concentradas en las manos de unos pocos, de una oligarquía que las utiliza para su propia satisfacción y que domina, controla y oprime a las otras capas de la población. Estas oligarquías ejercen la peor forma de violencia que existe, la misma que condena a morir de hambre a un ser humano cada siete segundos. Esta violencia institucionalizada pone la ley, el orden, y con gran frecuencia la religión, a su servicio. Así que, en el mundo actual, el imperialismo y las oligarquías locales utilizan todos los tipos de violencia y sobre todo la violencia estructural, para oprimir a billones de personas que son víctimas de la represión y de sistemas sociales injustos.
Y seguramente porque el gobierno norteamericano comprende bien este problema es por lo que ha decidido reactivar
Lo único que realmente garantizará la presencia arrogante de
La IV Flota ofrece una nueva justificación a las FARC –la mejor, pienso yo- para no deponer las armas. No es la única que tienen. Las mismas condiciones socio-económicas que denunció Jorge Eliecer Gaitán en 1948, acrecidas, permanecen todavía. Y ¿cómo olvidar la masacre de los militantes de
Jan Egeland, de nacionalidad noruega, quien durante varios años desempeñó un papel importante en las negociaciones de paz con las FARC en calidad de alto funcionario de Naciones Unidas, relata en su libro “A billion lives”, recién publicado, que a finales del año 2004 se entrevistó con Uribe en
Algunos, al teorizar sobre la vieja cuestión maquiavélica de si el fin justifica los medios, hablan como si los movimientos revolucionarios tuviesen ante sí un amplio espectro de métodos de lucha donde escoger. ¡No es así! Sólo en teoría los combatientes pueden seleccionar los métodos de lucha. En la práctica, son el enemigo y las circunstancias los que imponen la conducta a seguir. Por ejemplo, cuando un ejército invasor posee superioridad militar abrumadora y utiliza una estrategia de tierra arrasada –piensen en Irak-, deja pocas opciones de moderación a los habitantes del país invadido; o cuando –piensen en Colombia- un ejército al servicio de la oligarquía organiza y apoya a bandas criminales de paramilitares y junto con ellos asesina a más de 5,000 combatientes traicionando los acuerdos de paz, y recibe todo el apoyo logístico y mediático del país más poderoso del mundo, no es a la guerrilla a la que se debe culpar por la prolongación de la guerra.
Y ¿qué sucede cuando un movimiento popular alcanza el poder por la vía pacífica? –Enseguida los corifeos de la derecha manifiestan su doble estándar moral. Los que antes justificaban la represión más brutal y la existencia de estructuras que perpetuaban las injusticias y las desigualdades, ahora se rasgan las vestiduras ante cualquier medida del gobierno revolucionario que intente siquiera alguna leve modificación del statu quo.
Una revolución , como la venezolana, para avanzar puede y debe prescindir de la violencia, pero no puede prescindir a priori de la fuerza. La nacionalización de una empresa extranjera, la expropiación de tierras para la reforma agraria, la intervención de un canal televisivo que incita al golpe de estado, la neutralización (sin excesos) de un acto de provocación, son medidas legales que pueden convertirse en medidas de fuerza en concordancia con el grado de resistencia que se les oponga. El uso justificado y controlado de la fuerza es necesario para llevar adelante los cambios sociales.
Ante el actual sistema de dominación del imperialismo, ante la globalización de la violencia, la izquierda latinoamericana se enfrenta a nuevos desafíos. No es posible descartar ninguna de las pocas opciones de lucha que nos dejan, incluída, desde luego, la lucha armada, pues no hay peor revolucionario que el revolucionario ingenuo, y es de una ingenuidad olímpica pensar que los que disfrutan del privilegio y del poder no van a defenderlos con dientes y garras y, al más pequeño susto que ponga en peligro su “insaciable consumo”, con
Fuente: Aporrea / Salvador Capote
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